PAPEL PICADO
Sabía que iba a ser difícil. Lo tenía merecido.
Me rodeaba un aura de episodio final.
Cerré una puerta. Luego otra. Observe la botonera, y apreté el cuatro.
Intente emprolijar mi pelo, tarea ardua e imposible. Lo que devolvía el espejo, era irreparable. Advertí, que la cabellera no era tan importante, como sí, mis ojeras.
Me detuve en el cuarto, dispuesto a bajar. Ajuste la corbata y tanteé las llaves en mi bolsillo izquierdo del saco. Al sacarlas, dos puñados de papel picado fueron a colorear el suelo. Pensé en el encargado y su trágica cara, decidí marcar el octavo y encender un pucho.
Entendía, que el ganar tiempo, nada solucionaría a esta altura. Evidentemente la cobardía me estaba dominado.
Mi reloj marcaba las nueve. Los domingos todos se levantan más tarde pensé. De pronto un ruido, y comencé a descender.
Amontoné con mi pie derecho todo el papel picado posible. Con mis manos, lo que pude en el bolsillo. Quietud, y las puertas que se abren. La gorda del tercero. Al notar que no bajaba, subió.
Sentía sus pupilas inquisidoras, como si estuviese al tanto de todo.
Llegamos, y bajó.
Respire profundo y me respalde contra la pared del habitáculo. Momento en el que sentí un pinchazo en la nalga izquierda. Oprimí nuevamente el octavo. Al hurgar en mi bolsillo trasero, el pinchazo, era una matraca de madera del carnaval carioca.
Sabía lo que me esperaba. Llevaba dos días sin dormir, tres sin verla. Estaría furiosa; ¿Por mi ausencia? ¿Por este final anunciado?
¿Por ir al casamiento sin ella? ¿Quizás, por no haberse podido estrenar el vestido?
De nada sirvieron sus advertencias. Inanes sus ofertas para que obtenga un futuro mejor en constante progreso.
Sabía que la encontraría llorando, envuelta en su robe de chambrè. Mis bolsos hechos, a un metro de su puerta. Prólogo de mi derrumbe. Mi más exquisito fracaso.
Observe el espejo una vez más. Ojos vidriosos. Triste. Sonreí.
Después de todo, eso era mi vida. Un constante bajar y subir.
Me rodeaba un aura de episodio final.
Cerré una puerta. Luego otra. Observe la botonera, y apreté el cuatro.
Intente emprolijar mi pelo, tarea ardua e imposible. Lo que devolvía el espejo, era irreparable. Advertí, que la cabellera no era tan importante, como sí, mis ojeras.
Me detuve en el cuarto, dispuesto a bajar. Ajuste la corbata y tanteé las llaves en mi bolsillo izquierdo del saco. Al sacarlas, dos puñados de papel picado fueron a colorear el suelo. Pensé en el encargado y su trágica cara, decidí marcar el octavo y encender un pucho.
Entendía, que el ganar tiempo, nada solucionaría a esta altura. Evidentemente la cobardía me estaba dominado.
Mi reloj marcaba las nueve. Los domingos todos se levantan más tarde pensé. De pronto un ruido, y comencé a descender.
Amontoné con mi pie derecho todo el papel picado posible. Con mis manos, lo que pude en el bolsillo. Quietud, y las puertas que se abren. La gorda del tercero. Al notar que no bajaba, subió.
Sentía sus pupilas inquisidoras, como si estuviese al tanto de todo.
Llegamos, y bajó.
Respire profundo y me respalde contra la pared del habitáculo. Momento en el que sentí un pinchazo en la nalga izquierda. Oprimí nuevamente el octavo. Al hurgar en mi bolsillo trasero, el pinchazo, era una matraca de madera del carnaval carioca.
Sabía lo que me esperaba. Llevaba dos días sin dormir, tres sin verla. Estaría furiosa; ¿Por mi ausencia? ¿Por este final anunciado?
¿Por ir al casamiento sin ella? ¿Quizás, por no haberse podido estrenar el vestido?
De nada sirvieron sus advertencias. Inanes sus ofertas para que obtenga un futuro mejor en constante progreso.
Sabía que la encontraría llorando, envuelta en su robe de chambrè. Mis bolsos hechos, a un metro de su puerta. Prólogo de mi derrumbe. Mi más exquisito fracaso.
Observe el espejo una vez más. Ojos vidriosos. Triste. Sonreí.
Después de todo, eso era mi vida. Un constante bajar y subir.
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